Primeros Descubrimientos

16.03.2010 13:25

EL FUEGO: Hacia el 1.600.000 a.C. Homo Habilis se había extinguido. En primer lugar había evolucionado hacia una nueva especie , Homo Erectus, cuyos individuos presentaban mas o menos la misma corpulencia y peso que los modernos seres humanos. Si algunos especimenes de Horno habilis subsistieron tras la consolidación de la nueva especie, su supervivencia fue breve.

Entre 1.000.000 y 300 000 a. J.C., Homo erectus era el único homínido existente. Y fue el primero que, en algunos casos, llegó a medir 1,80 m de estatura y se aproximó a los 70 Kg. de peso. Su cerebro era asimismo voluminoso; en ocasiones alcanzaba un peso equivalente a las tres cuartas partes del nuestro.

Homo erectus fabricó útiles de piedra mucho mejores que los conocidos hasta el momento. Como cazadores, sus individuos eran capaces de cobrar los animales más grandes que podían hallar. Fueron los primeros homínidos que lograron cazar mamuts con éxito. Homo erectus llevó a cabo dos avances particularmente trascendentales.

Durante tres millones y medio de años, todos los homínidos se habían visto confinados al sudeste de Africa. Horno erectus fue el primero en expandir significativamente su área de poblamiento: hacia 500 000 a. J.C., había ocupado el resto de Africa, Europa y Asia, llegando incluso a Insulindia.

En efecto, los primeros descubrimientos de restos de Horno erectus se hicieron en la isla Indonesia de Java, donde la antropóloga holandesa Marie E. Dubois (1858-1940) halló en 1894 una bóveda craneana, un fémur y dos dientes. Por entonces no se conocía ningún homínido con un cerebro tan pequeño, y Dubois le dio el nombre de Pithecanthropus erectus (de los términos griegos que significan «mono-hombre erecto»).

Hallazgos semejantes efectuó en las proximidades de Pekín, a partir de 1927, el antropólogo canadiense Davidson Black (1884-1934), el cual llamó a su homínido Sinanthropus pekinensis (en griego, «hombre chino de Pekín»).

Acabó reconociéndose que ambos hallazgos, junto con otros, correspondían a la misma especie y podían clasificarse como del género Horno. Se mantuvo el término erectus, introducido por Dubois, aunque los homínidos llevaban caminando en posición erecta al menos dos millones y medio de años antes de que hubiera evolucionado Horno erectus. Lo cual, por supuesto, se ignoraba en tiempos de Dubois.

Por la época en que se produjo la evolución de Homo erectus, la Tierra se hallaba en un período glacial. Cuando los glaciares alcanzaron su máxima extensión, restaron tanta agua al mar que el nivel de este último descendió unos 90 m, dejando al descubierto el fondo de los mares poco profundos. Lo cual permitió a Horno erectus emigrar del continente asiático a Insulindia.

El tiempo frío impulsó la adopción de nuevas costumbres. Horno erectus se desplazaba formando bandas, como sin duda hicieron los primeros homínidos, pero ahora se resguardaba del viento construyendo abrigos de piedras amonto­nadas, o colgando pieles de un palo en torno al cual se reunía la horda. Éstas fueron las habitaciones más rudimentarias. Donde existían cuevas, Horno erectus halló refugio en ellas. Las primeras huellas de Horno erectus en Asia (hallazgos de Black cerca de Pekín) se encontraron en una cueva cegada.

Esta cueva próxima a Pekín contenía restos de hogueras, lo cual significa que había sido «descubierto» el fuego hace unos 500 000 años. Esta es una ca­racterística que diferencia a los seres humanos de los demás organismos. Toda sociedad humana existente, incluida la más primitiva, ha descubierto y usado el fuego. Ninguna otra criatura, aparte los seres humanos, utiliza el fuego ni si­quiera en su forma más primitiva.  

He escrito descubierto entre comillas porque el fuego no se descubrió en el sentido usual que se da a ese concepto. El rayo podía provocar un incendio cada vez que la atmósfera de la Tierra acumulara suficiente oxígeno para alimentarlo, y la superficie poseyera una cubierta vegetal susceptible de arder, condiciones que nos hacen retroceder a unos cuatrocientos millones de años. De ese fuego, como en nuestros días, huiría todo animal capaz de hacerlo.

Descubrir el fuego equivale a domesticarlo. En algún momento, Horno erectus aprendió a localizar algún objeto ardiendo en los límites de un incendio natural, a mantener viva la llama alimentándola con prudentes cantidades de combustible cuando mostraba señales de extinción, y a hacer buen uso del fuego.

Ignoramos cómo sucedió. Personalmente, creo que todo empezó cuando los niños quedaron fascinados por las llamas. A causa de su curiosidad hiperactiva y de la falta de experiencias amargas acerca de lo que sucede cuando uno se quema, pudieron sentirse más inclinados que los adultos a jugar con el fuego. Cabe la posibilidad de que el adulto más próximo apartara al niño de la hoguera y la apagara con los pies. Por otra parte, debió de llegar el tiempo en que un adulto más audaz que la mayoría considerara la ventaja de continuar el juego con una finalidad más útil.

El empleo del fuego cambió por completo la vida humana. Ante todo, procuró luz en medio de la oscuridad y calor en todo momento. Esto hizo posible extender la actividad a la noche y al invierno, lo que revestiría especial importancia en un período glacial, de manera que Horno erectus pudo alcanzar regiones más frías.

Desde luego que con el fuego, por sí solo, uno se ve condenado durante el tiempo frío a no apartarse del hogar, pero una sociedad de cazadores podía fácilmente aprender a desollar un animal, limpiar la piel y envolverse en ella. En este sentido, la piel animal reemplazarla el pelo que los seres humanos hablan perdido.

El fuego también era útil como protección contra otros animales, incluidos los más fieros. Una hoguera en el interior de una cueva o dentro de un círculo de piedras mantendría alejados a los predadores. Podían gruñir y merodear por las inmediaciones, pero si no se mostraban lo bastante inteligentes como para mantenerse alejados del fuego, les bastaba con una sola experiencia de lo que significaba su proximidad. Por lo demás, ahora Horno erectus podía acarrear ramas encendidas para levantar la caza, provocar estampidas y conducirla hacia las trampas o los despeñaderos.

El fuego también hizo posible cocinar el alimento, lo cual es más importante de lo que pueda parecer. La carne es más tierna y sabrosa si se asa. Más todavía: el fuego extermina los parásitos y bacterias, con lo que hace más segura la ingestión de la carne. El fuego vuelve asimismo muy comestibles los vegetales, de otro modo inútiles para la alimentación. Pruebe a comer arroz fresco en su tallo, o cualquier cereal crudo, y comprenderá lo que puede hacer una breve exposición al calor de una hoguera.

Por último, el fuego hizo posibles varias transformaciones químicas de la materia inanimada, como la fundición de metales. En una palabra, el fuego da comienzo a la primera época de relativa «alta tecnología» de la humanidad.

Al comienzo, claro está, el fuego sólo podía obtenerse una vez iniciado por medios naturales. Cuando se disponía de él, era preciso mantenerlo ardiendo continuamente, y si alguna vez se extinguía, había que reanudar cuanto antes la búsqueda de otra hoguera. Si no había una tribu cercana de la que pudiera conseguir el fuego (suponiendo que mantuvieran lazos de amistad como para que eso fuese posible, aunque resulta verosímil por razones de reciprocidad), sería preciso aguardar de nuevo el fuego provocado por medios naturales, y esperar a que las condiciones fueran favorables para hacerse con él sin peligro.

Pero llegó el tiempo en que se desarrollaron técnicas para iniciar un fuego donde antes no lo hubo. Esto debió de lograrse por fricción: haciendo girar un palo en la depresión de otro, previamente rellena de fragmentos de madera, hojas u hongos, muy secos (yesca). El calor generado por la fricción podía encender la yesca. No sabemos qué métodos fueron los primeros en desarrollarse, pero la técnica de prender fuego representa un gigantesco paso adelante.

Fuentes: Historia y Cronología de la Ciencia y los Descubrimientos de Isaac Asimov
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LA AGRICULTURA PRIMITIVA

Los seres humanos llevaban una vida nómada. Mientras la caza constituyó la fuente principal de alimento, hubieron de estar dispuestos a seguir las manadas migratorias. Aun en el caso de que vivieran de plantas y de animales no migratorios, una tribu establecida demasiado tiempo en un mismo lugar acabaría por agotar sus posibilidades alimentarias, y se vería obligada a trasladarse en busca de pastos frescos.

Incluso cuando los seres humanos se convirtieron en ganaderos, continuaron siendo nómadas, pues debían conducir sus rebaños de vez en cuando a los nuevos pastos impelidos por los cambios de estación o por el agotamiento de los recursos.

Sin embargo, hacia 8000 a. J.C., en la misma región donde se domesticó por vez primera a los animales, acaeció algo nuevo, que anunciaba un cambio de magnitud superior a cualquier otro desde que se empezó a usar el fuego.

Lo que sucedió fue que se ((domesticaron» las plantas. De algún modo, a los seres humanos se les ocurrió plantar deliberadamete semillas, aguardar a que crecieran, regarlas y esperar su maduración, al tiempo que procedían a la destrucción de las plantas competidoras. Luego, aquellos vegetales se recolectaban y se servian como alimento.

Era un trabajo tedioso y agotador, pero el resultado fue, sin duda, que así podía obtenerse gran cantidad de alimento, mucho más que cazando y recolectando, o incluso más que practicando la ganadería, pues la vida vegetal es más fecunda que la animal.

El advenimiento de la ganadería y la agricultura, en particular esta última, significó que un área determinada de tierra podía sustentar una población más numerosa que antes. Hubo menos hambrunas, sobrevivió un mayor número de niños, y la población se incrementó.

La agricultura dio comienzo en el norte del Irak, donde crecían el trigo y la cebada silvestres, y estos cereales fueron los primeros «domesticados». Los granos se molerían para obtener harina, la cual puede almacenarse durante meses sin echarse a perder, y se convierte, tras la cocción, en un sabroso y nutritivo pan.

Pese al incremento del suministro alimentario, los granjeros debieron de ser muy conscientes de su tarea, que equivalía a una forma de esclavitud que el recurso a los animales apenas mitigaba. El relato bíblico del jardín del Edén pudo deberse a unos agricultores que evocaban con nostalgia una especie de «edad dorada» en que los humanos cazaban y recolectaban libres y en relativa ociosidad, y se interrogaban sobre qué sucedió para que se vieran arrancados de semejante Elíseo, y se les forzara a ganar el pan con el sudor de su frente.

A los dos primeros hijos de Adán se les asignaban las funciones de pastor —Abel— y agricultor —Caín—. Los agricultores incrementaban su número antes que los ganaderos, y podemos imaginar muy bien que las superficies dedicadas al cultivo se extendían y se afianzaban, invadiendo espacios que previamente habían utilizado con toda libertad los pastores. (Lo mismo ocurrió en el Oeste norteamericano, cuando los granjeros se asentaban en un terreno y cercaban sus parcelas, para desconcierto de los cowboys nómadas.) No es, pues, de maravillar que la Biblia pinte a Caín como el matador de Abel.

Ante todo, la agricultura condenó a los seres humanos a una existencia sedentaria. Una vez establecida una explotación, ya no cabía el nomadismo. Los agricultores debían permanecer en su alquería, la cual estaba fijada en un lugar concreto.

Una vida sedentaria tiene sus riesgos. Mientras los seres humanos fueron cazadores y recolectores o, incluso, pastores, el peligro podía ser evitado. Si una tribu hambrienta merodeaba por los alrededores, con el propósito de apoderarse del alimento que pudiera encontrar, la tribu que la había precedido podía huir, si consideraba que luchar resultaba demasiado peligroso.

En cambio, los agricultores no podían huir, al menos sin abandonar sus granjas y ver malogrado el trabajo de toda una vida, y verse ellos mismos condenados a la inanición. Cuando la población hubo crecido gracias a la agricultura, acabó por no poder hallar suficiente alimento para sustentarse, salvo continuando con las labores agrícolas, lo que equivalía a emprender un camino sin retorno posible.

Así pues, los agricultores se vieron obligados a prepararse para luchar a toda costa, y se reunieron a fin de prestarse protección mutua. Encontrarían un lugar apropiado en una elevación del terreno (desde la cual podían arrojar con facilidad proyectiles hacia abajo, mientras que el enemigo tendría que dirigirlos hacia arriba, con lo que perderían parte de su efecto) con suministro de agua asegu rado (se puede permanecer sin alimento cierto tiempo, pero no sin agua). Allí construirían sus casas y rodearían éstas con una muralla protectora. El resultado seria una ciudad, y sus habitantes serian, pues, ciudadanos.

En el norte del Irak, por ejemplo, cerca del lugar donde se iniciaron la ganadería y la agricultura, quedan restos de una ciudad antiquísima, fundada tal vez en el 8000 a. J.C., en el lugar llamado Jarmo. Se trata de una colina baja, en la que a partir de 1948 el arqueólogo norteamericano Robert J. Braidwood comenzó a excavar cuidadosamente. Encontró restos de casas de delgadas paredes hechás de barro apisonado, y divididas en pequeñas habitaciones. La ciudad debió de albergar entre cien y trescientas personas, pero otras ciudades no tardaron en incrementar su tamaño.

La agricultura permitió a quienes se ocupaban en esta actividad producir más alimento del que precisaban sus familias. Esto significó que las gentes podían dedicarse a otras tareas aparte cultivar la tierra —por ejemplo, a la artesanía o el arte— y comerciar con sus productos a cambio de algo del excedente de otro agricultor. Por vez primera, los seres humanos hallaron tiempo para pensar en algo que no fuera la próxima comida. Por añadidura, la estrecha convivencia urbana facilitó los intercambios, y las innovaciones e ideas de uno podían ser transmitidas rápidamente a los demás.

Como resultado de ello, el advenimiento de la agricultura y de las ciudades significó asimismo el inicio de un nuevo y más complejo género de vida que llamamos civilización (de una palabra latina que significa ((habitante de la ciudad»). El área civilizada era pequeña al principio, pero fue extendiéndose hasta ocupar virtualmente, en nuestros días, el mundo entero.

Fuentes: Historia y Cronología de la Ciencia y los Descubrimientos de Isaac Asimov
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LOS CARROS: Cuando los objetos son demasiado pesados para transportarlos cargando con ellos, su traslado por tierra se convierte en un problema. Aunque el terreno sea completamente llano, se produce una considerable fricción sí es arenoso, pedregoso o herboso.

Al principio, los objetos pesados debían arrastrarse en trineos, impulsándolos por la fuerza bruta. Incluso cuando se utilizaron animales más fuertes que el hombre (los bueyes, por ejemplo), la marcha era lenta.

El avance podía facilitarse colocando bajo los trineos toscos rodillos consistentes en troncos de madera. Estos rodaban en lugar de arrastrarse, y limitaban en medida considerable la fricción. Ello significaba menos trabajo, pero en realidad podía llevar más tiempo, pues los rodillos tenían que retirarse de la parte posterior y colocarse de nuevo en la anterior. Lo que se precisaba era, pues, un eje y unas ruedas. 

No sabemos en qué circunstancias se le ocurrió a alguien fijar sendos rodillos en la trasera y en la delantera del trineo, de tal manera que giraran en el interior de las tiras en las que se sostenían, y se mantuvieran en todo momento fijados al trineo. En el extremo de cada rodillo se colocaron luego sendas ruedas macizas de madera que levantaban del suelo el trineo, y esas ruedas podían girar libremente.

Un carro se traslada con más rapidez y con mucho menos esfuerzo que un trineo, aunque éste se disponga sobre rodillos, con lo que ese vehículo supuso una revolución en el transporte terrestre. Ante todo, facilitó el comercio.

Los carros aparecieron en Sumeria hacía 3500 a. J.C.  

Fuentes: Historia y Cronología de la Ciencia y los Descubrimientos de Isaac Asimov
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Los animales usados hasta el momento para tirar de carros y arados eran bueyes y asnos. El buey era fuerte, pero pesado, estúpido y lento. El asno era más inteligente, pero más pequeño y débil que el buey. Ninguno de los dos podía arrastrar con rapidez los pesados carros de ruedas macizas.

Por lo tanto, el transporte animal no podía usarse en la guerra con mucho  éxito. Los ejércitos se componían de masas de infantes que luchaban cuerpo a cuerpo blandiendo lanzas y espadas y protegiéndose con escudos, hasta que uno u otro bando cedía y escapaba. Los carros sólo podían servir con fines ceremoniales, para evitar que el soberano y otros jefes militares tuvieran que caminar, o para transportar armas y pertrechos.

Pero hacia 2000 a. J.C. fue domesticada una bestia ligera —el caballo salvaje—, pero no por alguna de las civilizaciones existentes, sino por los habitantes nómadas de las estepas de lo que ahora llamamos Irán. El caballo era mayor y más fuerte que el asno, y más rápido e inteligente que el buey. Al principio, sin embargo, parecía inservible para el transporte, pues resultaba difícil uncirlo. En efecto, un arnés que resultaba apropiado para un buey, ejercía presión sobre la tráquea del caballo y le impedía correr con rapidez.

En algún momento anterior al 1800 a. J.C., alguien ideó un método para utilizar el caballo en la tracción ligera especializada. Se construyó un carro lo menos pesado posible, reduciéndolo a poco más que una plataforma pequeña entre dos grandes ruedas, capaz para transportar a un ser humano. También las ruedas fueron aligeradas sin merma de su resistencia, dotándolas de radios en lugar de mantenerlas macizas, y permitiéndoles girar cada una por separado. El resultado fue el carro de guerra.

Uno o varios caballos tirando de una carga tan ligera podían correr con mucha mayor rapidez que un soldado. ~on sólo dos medas, el carro de guerra era casi tan manejable como el propio caballo, y podía variar su dirección sin dificultad.

Los nómadas no tardaron en descubrir que un cuerpo de aurigas, conduciendo a toda velocidad, no podía ser detenido por los soldados de a pie de aquellos tiempos. En efecto, los infantes se dispersaban y huían aterrorizados con sólo ver aquellos animales atronando con sus cascos y lanzados en dirección a ellos.

Éste es el primer caso claro de una nueva arma que toma por sorpresa a quienes no la poseen, y otorga una especie de victoria universal a quien la tiene. Los jinetes nómadas irrumpieron en el valle del Tigris-Éufrates, que permaneció bajo el «gobierno bárbaro» durante un tiempo. Fundaron el reino de Mitanni en lo que hoy es Siria y el norte del Irak, y el reino hitita en la actual Turquía oriental. En 1700 a. J.C., los jinetes penetraron en Canaán e incluso en Egipto, que conoció por vez primera una invasión extranjera, y llegaron hasta la India.

Estas invasiones extendieron la devastación por las áreas habitadas, y contribuyeron a revolucionar la situacion. En efecto, ayudaron a cambiar unos géneros de vida que quizás se habían vuelto algo decadentes, y animaron el flujo de nuevas ideas de un asentamiento a otro.

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El hierro es el segundo metal más común en la corteza terrestre (sólo el aluminio abunda más), pero siempre se presenta combinado con otras sustancias. No se halla en forma metálica libre, salvo en algunos meteoritos, que no pertenecen a la Tierra sino que caen en ella desde el firmamento.

Algunos meteoritos fueron encontrados ocasionalmente por los antiguos, y utilizados desde los albores de la civilización. Comparado con el oro, la plata y el cobre, el aspecto del hierro es feo, pero el de origen meteórico se revelaba más duro y resistente que el bronce. Como se conservaba afilado más tiempo que ese metal, comenzó a ser muy apreciado para manufacturar las partes cortantes de las herramientas.

El resultado es que no se ha encontrado hierro meteórico en los lugares donde florecieron las civilizaciones primitivas, pues los antiguos lo acapararon.

Pero no había menas de hierro. El oro, la plata, el cobre, el plomo, el estallo y, con el tiempo, el mercurio se obtenían con facilidad mediante hogueras, pero de ellas nunca salía hierro. Éste se encontraba en otras sustancias en proporción más escasa que otros metales, y se precisaba mayor temperatura.

A la larga, sin embargo, se obtuvo carbón vegetal quemando madera con un suministro insuficiente de aire, de modo que entre otras sustancias quemadas quedaba carbono más o menos puro. El carbón vegetal arde sin llama, pero alcanza temperaturas más elevadas que la leña.

Alrededor de 1500 a. J.C., los hititas de Asia Menor descubrieron que podían obtener hierro de ciertos minerales sometiéndolos al calor del carbón vegetal. Al principio, ese hierro fue decepcionante. En forma pura, es resistente, pero no tan duro como el mejor bronce. (El hierro meteórico no es hierro puro, sino una mezcla en proporción de 9 a 1 de hierro y níquel, algo que los antiguos no podían reproducir porque desconocían el níquel.)

Hacia 1200 a. J.C., sin duda por casualidad, se había descubierto que ese hierro, debidamente fundido, podía presentarse en una forma más dura. Esto sucedía cuando una parte del carbono contenido en el carbón vegetal se mezclaba con hierro para formar una aleación de hierro y carbono que llamamos acero.

Hacia 1000 a. J.C., estas formas carbonadas de hierro podían producirse en gran cantidad: empezaba la Edad del Hierro, el período en que este metal fue el más usado para armas y herramientas.

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EL ALFABETO

Hacia 1500 a. J.C., las escrituras jeroglífica egipcia y cuneiforme babilónica (heredada de los sumerios), junto con la china, en el Lejano Oriente, eran las más importantes del mundo. Todas ellas seguían siendo terriblemente complicadas, y no hay razón para que no hubieran continuado así hasta nuestros días. El chino, en efecto, mantiene su dificultad.

Entre los egipcios y los babilonios se hallaban los cananeos, que habitaban las costas orientales del Mediterráneo. (Los griegos los llamaban fenicios.) Eran comerciantes que, entre otras actividades, actuaban como intermediarios entre egipcios y babilonios, y por ello debían conocer las lenguas de unos y otros, lo que constituía una ardua tarea.

A algún cananeo anónimo se le ocurrió simplificar la escritura, adoptando de este modo una especie de taquigrafía. ¿Por qué no asignar un símbolo específico a cada uno de los sonidos más comunes emitidos por los seres humanos en la lengua hablada? De este modo se pueden representar cualesquiera palabras de cualquier lenguaje utilizando tales símbolos. De hecho, éstos ya habían sido empleados por los egipcios, pero seguían conservando símbolos para representar sílabas y palabras enteras. El inventor cananeo introdujo la noción de que debían usarse exclusivamente los símbolos de los sonidos y que las palabras debían formarse con ellos.

Los dos primeros símbolos de esta serie fueron aleph (el habitual para designar el buey) y beth (la casa). Para los griegos, que con el tiempo adoptaron este sistema, se convirtieron en alfa y beta, y desde entonces llamamos a este conjunto de signos el alfabeto.

El alfabeto fenicio, implantado hacia 1500 a. J.C., revolucionó la escritura, facilitando la tarea de escribir y leer, de tal manera que se acrecentaron las oportunidades de aprendizaje. Esta invención parece haberse producido una sola vez a lo largo de la historia humana. En efecto, el alfabeto no fue inventado independientemente por ninguna otra sociedad. Todos los alfabetos en uso hoy en día (incluido el que ha servido para escribir e imprimir este libro) derivan del primitivo fenicio.

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LAS MONEDAS

Originalmente el comercio se limito al intercambio: tu me das esto y yo te doy aquello. Si dos personas tenían algo que no necesitaban y la una apetecía lo de la otra, el comercio era fácil. Sin embargo, ambas partes solían mostrar deseos de asegurarse de que no iban a desprenderse de algo valioso a cambio de algo inferior. Puesto que los valores comparativos resultan difíciles de juzgar, muchas veces los dos comerciantes se sentirían estafados.

Con el tiempo se impuso la costumbre de emplear metales, sobre todo oro, como medio de intercambio. El oro era hermoso y muy apreciado como adorno. No se oxidaba ni se corroía, y era raro, de tal manera que obtener una pequeña porción requería un largo viaje. Una vez todas las cosas se valoraron en un determinado número de unidades de peso en oro, una persona podía comprar un objeto por esa cantidad o cambiarlo por otro equivalente a la misma.

En todas las transacciones, se hizo necesario disponer de una balanza  que pudiera usarse para pesar pequeñas piezas de oro, con los acostumbrados temores por ambas partes de que la balanza o las pesas pudieran estar trucadas.

En Asia Menor occidental, hacia 680 a. J.C., Giges fundó el reino de Lidia, y se mantuvo en el trono hasta 648 aproximadamente. En tiempo de su hijo Ardis, que reinó entre esa última fecha y 613 a. J.C., más o menos, el gobierno lidio emitió piezas de oro de peso uniforme, con dicho peso marcado y con un retrato del monarca incluido como garantía del Estado. En toda transacción, ahora bastaba que un determinado número de monedas cambiara de manos; ya no era necesario el peso.

El desarrollo de las monedas aceleró grandemente el comercio, y la idea resultaba ventajosa a todas luces, con lo que no tardó en ser adoptada por otros gobiernos.

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CERAMICA

Para los seres humanos siempre ha sido importante transportar objetos, y la manera mas obvia de hacerlo es sirviéndose de las manos o llevándolos bajo el brazo. Pero lo que puede de transportarse de este modo es limitado. Lo que necesitábamos eran, por así decirlo, manos artificiales, considerablemente mayores que nuestras manos naturales.

Los objetos podían trasladarse en pellejos, pero su forma era inadecuada y resultaban pesados. Las calabazas podían servir, pero había que tomarlas tal como salieran. En un momento dado, los seres humanos aprendieron a urdir ramitas o fibras y a fabricar cestos: éstos eran ligeros y podía dárseles cualquier forma.

Pero, claro está, los cestos sólo servían para transportar objetos sólidos y secos, cuyas partículas aventajaran en tamaño a los intersticios de la urdimbre. O sea que, por ejemplo, los cestos no podían emplearse para contener harina o aceite de oliva o, lo que era más importante todavía, agua.

Tal vez se consideró natural revestir los cestos con arcilla, la cual, una vez seca, cegaría los orificios y daría como resultado un cesto sólido. Sin embargo, el barro reseco tiende a desprenderse, sobre todo si el cesto se agita o se golpea. Ahora bien, si se exponía al sol y se le dejaba cocerse directamente, el barro se tornaba más fuerte y el cesto se hacía más apto para transportar polvos y fluidos.

Pero entonces, ¿para qué recurrir a un cesto? ¿Por qué no limitarse a tomar arcilla, moldear con ella un recipiente y dejarla secar al sol? Se obtendría entonces una tosca vasija de tierra; algunas de ellas pudieron manufacturarse por ese procedimiento en una fecha tan temprana como el 9000 a. J.C. Tales recipientes son delicados y, claro está, no duran mucho.

Se precisaba, pues, someterlos a mayor calor. Cuando la vasija de tierra se ponía al fuego, se convertía en cerámica resistente. Los restos más antiguos de la misma pueden fecharse, tal vez, en el 7000 a. J.C. Podría tratarse de la primera vez que se usaba el fuego para algo que no fuera alumbrar, calentar o cocinar.

La cerámica no sólo hizo posible transportar líquidos, sino que introdujo una nueva forma de cocinar. Hasta entonces, el alimento se solía asar, exponiéndolo directamente a las llamas o al calor seco. Desde el momento en que existió el recipiente capaz de contener agua y resistir el calor del fuego, el alimento podía calentarse en esa agua: o sea que podía cocerse. De este modo nacieron los cocidos y las cacerolas.

Naturalmente, la cerámica podía decorarse y tener buena forma. Los ejemplares inteligentemente decorados gozarían de especial demanda. Los artesanos podrían cambiarlos por otros materiales que precisaran. Y dado que la cerámica tiene una duración indefinida si se cuida bien, puede cambiar a menudo de manos, y un grupo humano puede utilizarla para comerciar con otro grupo.

En la cerámica primitiva, la arcilla era apisonada y se le daba la forma de un recipiente; el resultado era algo muy desigual y asimétrico, pero útil.

Si a la vasija se le pudiera imprimir un movimiento giratorio, una presión relativamente ligera de la mano daría lugar a una forma simétrica y cilíndrica, y con las adecuadas variaciones de la presión o empujando hacia abajo, podrían introducirse complicadas modificaciones en el cilindro básico pero conservando su simetría. Esto sería posible si la arcilla se colocara en una pieza de madera o de piedra, horizontal y circular (torno de alfarero), provista de un eje central por debajo, alojado en un orificio, que al moverse imprimiría  al conjunto un movimiento giratorio rápido.

Fuentes: Historia y Cronología de la Ciencia y los Descubrimientos de Isaac Asimov
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